viernes, 15 de abril de 2005

Cuando los hijos se van

Francisco Javier Limón L.

El día en que los hijos empacan sus pertenencias para decirnos adiós, estamos muy lejos los padres de entender que nos quedamos huérfanos de nuestros hijos, y es que crecen tan rápido que pareciera como si no hubiese pasado el tiempo. En un momento te toman de tus dedos para dar sus primeros pasos y al siguiente esas manitas sostienen sus valijas. Crecen en un abrir y cerrar de ojos, de repente, con la estridencia y la luz de los fuegos artificiales.
Un día nos piden ser escuchados y con increíble naturalidad, nos dicen cualquier cantidad de cosas que nos indican que esa criatura - que pareciera ser la misma que jugaba con sus primos en el rancho, se sorprendía con los insectos y contemplaba las estrellas con la candidez de la inocencia - creció.
Y ¿Cuándo creció que no nos dimos cuenta?, ¿Dónde quedaron las fiestas de cumpleaños?, ¿dónde los días de escuela?, ¿Dónde quedaron las noches de la víspera esperando a los Reyes?, ¿Donde quedó el niño que vivía los veranos en el campo? – parece que fue ayer cuando lo vi. perderse a la distancia montado en su bicicleta en compañía de los vecinos y amigos rumbo a aventuras increíbles que iniciaban con los primeros rayos de sol y terminaban con la luna.
Los hijos crecen delante de nosotros y a apenas advertimos como se van haciendo adultos. Parece que fue ayer cuando estabas ahí, en la puerta del Kinder esperando verlo salir con el pelo revuelto y su cara chorreada, cansado y feliz, sin más futuro que encontrarse con tus brazos para dejarse caer sobre ellos y limpiarse en tus mejillas el sudor que mezclado con la tierra pareciera un lodo semejante a una mascarilla.
Son ellos, nuestros hijos, a los que amamos a pesar del golpe de los vientos y la dictadura de las horas. Ellos que crecieron observando y aprendiendo de nuestros errores y nuestros aciertos y que se bebieron nuestro ejemplo sin advertirlo siquiera.
Llega el momento en que los padres nos quedamos huérfanos de nuestros hijos; Pasó el tiempo del ballet, la natación, el buceo, los campamentos, los viajes en familia, los pleitos por la ventanilla. De repente tomaron el control de sus propias vidas. Otros son ya los intereses que aparecieron en su agenda, sus amigos, la universidad sus primeros amores. Pareciera que los hijos nos exilian de sus vidas, quedamos fuera de sus planes. ¿No es lo mismo que hicimos nosotros un día?
– entonces nos damos cuenta de que lo que siempre hemos querido, está a la vuelta de la esquina –
Yo siempre confesé que quería dotar a mis hijos de un par de alas lo suficientemente grandes y robustas para que un día pudieran volar alto, lejos y con la t5ranquilidad de no tener que volver la mirada hacia atrás, con la seguridad y la tranquilidad de que yo, su padre, estaría bien.
De un día a otro me tocó ser testigo del momento en que el hijo hace su elección en la necesidad de encontrarle sentido a su vida. Los hijos nos sorprenden siempre, desde las primeras inquietudes, sus preguntas cada vez más difíciles de contestar pero siempre tan orientadas, inteligentes y bien hechas. Cuando pareciera que su destino estuviera escrito y que su camino es tan claro que no nos queda duda alguna de cómo suponemos que será su vida, porque pensamos que lo sabemos todo y lo controlamos todo; un día se sientan a tu lado y con mirada franca y segura te muestran el alma y es hasta entonces que nos sorprendemos de todo lo que nuestros hijos han crecido. Es entonces que comprendemos que el momento ha llegado, ha desplegado sus alas, te las muestra sin hacer alarde de ellas, como un ritual de despedida para decirte – Padre mío, encontré el camino y he decidido emprender mi vuelo –
Los padres no estamos preparados para este momento, llega súbitamente, tan rápido que no atinamos a pensar, ni a decir, ni a sentir.
Mil imágenes se nos revelan en cuestión de segundos: el cristal a través del cual miraba el momento en que la enfermera lo bañaba recién nacido, su primer cumpleaños, su primer disfraz, los festivales escolares, la graduación del kinder, las lagrimas en los ojos al recibir por primera ves al niño Jesús en su corazón, el fin de la primaria, sus viajes, todos los momentos importantes que compartimos con ellos como si la vida se nos terminara en ese instante. Atónitos, sonreímos les abrazamos y les dejamos ir.
A mi me llego de repente y por sorpresa, cuando acordé, mis hijos habían volado. Había aprendido a ser hijo. Así es: aprendí a ser hijo después de ser padre. Pronto la vida me tomará por sorpresa nuevamente y pondrá en mis brazos al nieto, que seguramente me enseñara a ser padre, y un tiempo después, mi Padre me dará la bendición, cuando ya sea abuelo.

jueves, 10 de marzo de 2005

Educar a nuestros hijos en la generosidad

Por: Francisco Javier Limón León
El ambiente que hemos creado no favorece los grandes ideales, hasta el punto de que tenerlos se considere una rareza, algo así como arrancarse a decir una poesía en medio de una reunión de empresarios. De este tamaño es la descomposición del medio que estamos heredando a nuestros hijos.
Nuestros hijos están rodeados de ideales chatarra, de ilusiones mediocres, de aspiraciones superficiales. Los valores son los que señala el mercado, es decir, los aceptados socialmente: dinero, bienestar, comodidad, panoramas, pasarlo bien, darse gustos, vivir para sí mismo, tratar de sacar siempre la mejor tajada, cosas, marcas, tener, tener, tener. Por otra parte, los proyectos que los padres hacemos en torno a nuestros hijos, y a eso dedicamos todos esfuerzos educativos, también suelen ser proyectos externos: éxito, buenas calificaciones, estudiar una carrera rentable, escoger “buenos” amigos para tener una “conveniente” pareja, etc.
La palabra compromiso, vocación de servicio, ideales, sentido verdadero de la vida, amor, ser, trascender, no figuran en nuestro vocabulario usual y por lo tanto no están presentes en el ambiente familiar. Es la marca, el estilo, la moda lo que termina ahogando cualquier aspiración a ideales.
Es muy notorio cuando una familia no tiene más que una obsesión: el bienestar, la comodidad, el confort. Se gira en torno a las cosas, a los aparatos, a las marcas, a los precios, a los panoramas; los cajones, los closets, los muebles, son el corazón de la casa. La materia impregna las relaciones, se rinde culto a lo placentero, a lo inmediato.
Es urgente educar en contraste, educar para la grandeza de los hijos, para la realización del ser, para doblegar el egoísmo, para provocar que los hijos se enteren de la existencia de otros, que se sepan parte de la humanidad, despertar en ellos el sentido de pertenencia, el deseo de compartir, ayudar, servir, hacer por los demás, de manera que en su horizonte y en sus proyectos haya algo más que ellos mismos.
Se trata de enseñar a vivir desde la más tierna infancia la compasión, la ayuda, el servicio, la preocupación por los demás, la solidaridad. En una palabra, que aprendan a salir de sí mismos para que experimenten el gozo de darse a través del servicio.
El niño, por naturaleza quiere ayudar, servir, aspira a sentirse útil, a colaborar, pero las creencias de los padres inhiben el desarrollo de estas virtudes transmitiendo a los hijos falsos silogismos como: si te ven muy acomedido abusaran de ti. Nuestro papel como padres debiera ser: motivar, estimular e incentivar lo primero. De esta manera estaremos formando en la generosidad. Hay que dar oportunidades para servir, aunque los servicios que pueda prestar un niño parezcan torpes e innecesarios, o haya otros que puedan hacer lo mismo con mayor perfección y eficacia.
Cuando el corazón humano no es más que una bodega de cosas apetecibles que le han sido satisfechas, el primer dolor o el primer fracaso arrasan con todo. Quien construye su vida en torno a las cosas, no soporta la vida sin ellas.
Lograr las cosas que se desean produce una satisfacción momentánea, pero luego viene el acostumbramiento y la idea de que se tienen como un derecho adquirido. ¿Dónde están las cosas que los niños han logrado con insistencia machacona, como si la vida se les fuera si no se las dan?. A las semanas o a los meses, ahí está la casa destrozada, la muñeca sin un brazo, el carrito sin ruedas, la pelota desinflada. Los juguetes de los niños envejecen con una prisa sorprendente y tienen una vida útil fugaz.
Sería interesante hacer en casa, de vez en cuando, una exposición de las cosas inútiles que fueron deseos apasionados en un momento: muñecas, radios, autos, relojes, estuches, piezas de rompecabezas, juegos de salón, colecciones empezadas y nunca acabadas... ¿Qué sentido tiene que lo que no se usa ocupe espacio?. El espectáculo de la manía del consumo en el interior de las cajoneras, roperos y closets, no ayuda a la educación en la generosidad. Tener algo "por si alguna vez lo necesito", es otro monumento a la sociedad del consumo. Habría que ser sincero: "lo compré por vanidad, por lujo, por capricho" y no excusarse diciendo "que era una ganga, una oportunidad única, etc".
Hay un dicho inglés que expresa que la diferencia entre los juguetes de los adultos y de los niños está en el precio, es decir, los de los adultos son infinitamente más caros. Curiosamente los juguetes de los adultos no tienen un fin didáctico, son solamente para satisfacer el ego y hacer la vida más placentera.
No digo que esté mal tener lo que nos facilita la vida o lo que la hace más llevadera, si el tiempo libre que nos brinda el tener lavadora de ropa, de platos, aspiradora, tostador de pan, horno de microondas, secadora de pelo, etc. lo usáramos tan solo para estar más tiempo con nuestros viejitos, o para ayudar a los minusválidos, o para escuchar música o leer un buen libro. Si usáramos ese tiempo para conversar con nuestros hijos, para interesarnos en sus cosas, para salir a caminar al bosque y ver juntos el atardecer; entonces, tal vez entonces tendríamos tiempo para darnos cuenta de lo poco que necesitamos todos estos juguetes, y tal vez entonces podríamos gestar dentro de nosotros algunos ideales, nuestros hijos tendrían tal vez una verdadera razón para querer vivir la vida. Tal vez, y digo tal vez estaríamos logrando una sociedad más justa y estaríamos en el camino de ser mejores seres humanos.
Tal vez, solo digo tal vez.